lunes, abril 17, 2006

¡Viva el Cine de la II República!

I

En el libro “Un siglo de Cine Español” (2000), hay un artículo – cómo no – dedicado a la II República. El título, no muy original, es “El cine español de la II República”, y su autor es el historiador de cine Juan B. Heinink. El artículo es interesante para constatar el esquema historiográfico que se ha implantado en la historia del cine español. Según esta Historia, el cine ha florecido en España durante los tiempos “democráticos”, rebajando su nivel en épocas en que prevalece la España “negra”. El único cine interesante, por tanto, es el cine de la II República (ese primer “ensayo” ilusionante de democracia, según los progres) y el de la actual democracia “coronada”.

Juan B. Heinink se suma a esta corriente historiográfica, afirmando en la pag. 94 del libro:

El cine republicano español, o más correctamente, el cine realizado en España durante la II República, al margen de los logros artísticos individuales, sigue gozando de un atractivo especial entre historiadores”.

Y más adelante, en la pag. 102, titula el último apartado: “Comienzo frustrado de una edad de oro

Ésta es, en resumen, la calificación que, a juicio del autor, merece el cine español durante los años 1931-36 (sobre todo el de los últimos años). Un cine que comienza justamente el año de la proclamación de la II República, que se va afianzando y elevando de nivel gracias a la nueva libertad y a la “convivencia democrática”, y que el fanatismo de la España negra católica, zafia y tradicionalista truncó. Los mejores directores tuvieron que emigrar y el cine que se realizó durante los siguientes años no es más que un cine de “régimen”

II

Ahora bien, los hechos no secundan esta bonita teoría. Las películas de los años 40 y principios de los 50 (aquellos años especialmente sombríos del “régimen”) son bastante más interesantes que las que se hicieron en la II República. Pocas películas de la época republicana pueden verse hoy a no ser por un mero interés histórico. Son películas en su mayoría folklóricas, regionalistas, donde lo que luce son la música y las costumbres. Gitanos, curas, toreros, baturros, monjas son los principales protagnistas en estas películas. Películas, por cierto, en las que no se aprecia de ningún modo ese “espíritu de convivencia democrática” del que hablan los historiadores, aunque harían, ciertamente, las delicias del público de la época. Son películas, sin embargo, demasiado infantiles, sin mayor calado, dirigidas precipitadamente y con descuido. Hay historiadores que se dan cuenta, muy a su pesar, de la debilidad de las películas de ese período, como Emilio Sanz de Soto, en un artículo correspondiente al cine republicano en el libro colectivo “Cine Español 1898-1983” (1984): “El cine español no estuvo a la altura de este momento de nuestra cultura. Sus obras fundamentales se cuentan con los dedos de la mano… y aún sobran”.

“La vida en un hilo” (1945) de Edgar Neville, o “El destino se disculpa” (1944), de José Luis Sáenz de Heredia, son comedias mucho más inteligentes, sofisticadas y complejas que cualquiera de las inocentes comedias republicanas. Obras tan refinadas narrativamente como “Intriga” (1942) (de la que Luis Buñuel llegó a decir que “Es la mejor película española que jamás he visto”, y que hoy en día no se puede encontrar en DVD, como la mayoría de estas películas) y “La casa de la lluvia” (1943), ambas dirigidas por Antonio Román, no puede, ni por asomo, suponerse que pudieran dirigirse en España tan sólo unos años antes. Las obras maestras que jalonan los años 40 y principios de los 50 son muy superiores en número a las de los años 30. En los años 30 destacan poco más que “Nobleza baturra” (1935) y “Morena clara” (1936) de Florián Rey, y “La verbena de la Paloma” (1936) de Benito Perojo. En los años 40 habría que destacar “Marianela” (1940) y “Goyescas” (1942), de Benito Perojo, y que fueron premiadas ambas en la Mostra de Venecia; casi todas las obras de Edgar Neville, destacando “La torre de los siete jorobados” (1944), “La vida en un hilo” (1945), “Nada” (1947); “Mariona Rebull” (1946) de José Luis Sáenz de Heredia; “Intriga” (1942), “Lola Montes” (1944) y “Los últimos de Filipinas” (1945) – para muchos la mejor película histórica española – de Antonio Román; “El hombre que se quiso matar” (1941), “Huella de luz” (1942) de Rafael Gil; “Mi adorado Juan” (1949) de Jerónimo Mihura; “Abel Sánchez” (1946), “Embrujo” (1947); “La sirena negra” (1947); “La sombra iluminada” (1948), del excelente Carlos Serrano de Osma.

III

El número de películas y de directores importantes es, de un modo aplastante, muy superior en los años 40, esos años de “oscuro” fanatismo, cuando la censura ahogaba la libertad y el genio cinematográfico, cuando el fanatismo de la moral “judeo-católica” campaba a sus anchas y se infiltraba en la pantalla. Lo curioso es que, a nuestro juicio, el cine de esta época también es mucho más interesante que el cine español que se hace en nuestra democracia coronada. Para nosotros esto es un hecho, aunque la historiografía convencional no quiera reconocerlo, o lo reconozca a regañadientes.

domingo, abril 16, 2006

El hombre que se quiso matar

Rafael Gil (1913-1986) es uno de los realizadores más destacados de la época clásica del cine español. Muchos recordarán, además de la película que reseñamos, La señora de Fátima, film de «cine religioso» pero que reproduce también la dialéctica política del tiempo (catolicismo tradicional frente a comunismo). Gil rodó dos versiones de El hombre que se quiso matar, de las cuales la segunda, protagonizada por Tony Leblanc (1970) es la más conocida y televisada.

La primera de estas versiones (1942), al frente de cuyo reparto estaba Antonio Casal, presentaba una fábula moral narrada con sencillez y agilidad, sobre un hombre desesperado que decide anunciar públicamente su próximo suicidio. En realidad el «moralismo» de este cuento industrial procede de una crítica política acendrada del capitalismo compatible con el componente social e «izquerdista» del falangismo (tan dignamente representado, por otra parte, en los filmes de José Antonio Nieves Conde).

Federico, un joven arquitecto en graves apuros, es un hombre probo que no puede enfrentarse con honradez al «mundo injusto» del capitalismo urbano. En cambio los capitalistas burgueses, simbolizados por el Sr. Arguelles son pintados con los colores más sombríos de la mentalidad anticapitalista. Hombres avaros, competitivos e insensibles, que roban la verdadera esencia del trabajo humano. La única salida es el lamento nihilista («La vida es completamente estúpida. El mundo carece de razón y de sentido. Esta Tierra en la que vivimos es una gigantesca mentira») y en último término el suicidio.

Solo cuando el protagonista se libera de sus limitaciones morales, al anunciar su muerte, comienza un camino hacia el Más allá del bien y del mal en donde logrará finalmente (dando este rodeo por el «lado oscuro») el triunfo social.

Raza: el ensueño de Román Gubern

I

Una vez muerto el dictador Francisco Franco, en 1977 Román Gubern publicó un librito titulado “Raza: un ensueño del general Franco”. En este libro el ilustre teórico de cine pretendía hacer un análisis de la película “Raza”, dirigida por José Luis Sáenz de Heredia, estrenada en su primera versión en 1941 y en su segunda en 1950, cuyo guión fue escrito por el mismísimo Franco.

La tesis principal de Gubern es que Raza no es más que la proyección idealizada de la vida de Franco, en concreto, de sus relaciones familiares, proyección idealizada que es debida a la propia incompetencia, cobardía e impotencia de Franco. Para dar más lustre a tesis tan pedestre, el autor acude al “psiquiatra” Alfred Adler, calificando el caso de Franco y Raza como “correlación entre la inferioridad constitucional y la sobrecompensación psíquica”, que dicho en términos llanos hace referencia a lo canijo y tonto que era el dictador y la grandeza de sus sueños o, mejor dicho, ensoñaciones.

II

Ahora bien, hay que rechazar de plano que Raza se reduzca a un análisis de este tipo. E incluso se podría dudar seriamente de que tales relaciones familiares y personales se den efectivamente en la película.

La dialéctica familiar no constituye el núcleo de Raza. Lo central lo constituye una dialéctica política. Lo importante no es el drama familiar, de encuentros y desencuentros de una familia en tiempos de guerra, sino lo que cada personaje representa en el “problema de España”, tal y como lo ven tanto Franco como el director José Luis Sáenz de Heredia (y con ellos se supone una parte, al menos, de los vencedores). Este “problema” de España se cifraba, a juicio de los autores de Raza, en la muerte de España: tanto de sus contenidos tradicionalistas (“esencia”, podríamos decir) como de su misma existencia y unidad. Ante este “problema” los personajes se erigen en representantes de diversas tomas de postura.

Esta técnica de tomar personajes, e incluso sus relaciones familiares, como símbolos históricos, no es nueva ni producto de alguna especial enfermedad psicológica de Franco, sino que ya venía desarrollada brillantemente en los “Episodios Nacionales” de Galdós. De hecho, la novela Raza puede interpretarse muy bien bajo la tradición de estos Episodios en que ciertos personajes, no protagonistas directos de la historia, se erigen como claves de interpretación del momento histórico que viven.

En Raza, hay cuatro hermanos sobre los que se estructura la obra:

José: es el protagonista. Es el representante del estamento militar que se levanta para evitar que España muera. Los militares serían, en Raza, aquel grupo que, a espaldas y a pesar de los políticos, son capaces de inmolarse a sí mismos para salvar a España. Según Gubern, José sería el mismo Franco idealizado (en lugar del pequeñito y feucho Franco, éste se proyectaría en el galán Alfredo Mayo)

Pedro: es el representante de la política contemporizadora, pactista, cuyo ideal no es España, y lo que representa. Dialécticamente es el opuesto de su hermano José. Al final acaba renegando de los rojos y se “convierte” al bando nacional, asqueado de sus propios compañeros. Según Gubern (y a partir de él casi todos los críticos) representa a Ramón Franco, hermano del dictador, que fue republicano pero acabó en el bando nacional. Ahora bien, ¿era Ramón Franco para su hermano Francisco realmente un político romo, de bajas miras, sin ideales? No lo sabemos ni podemos saberlo. Sin embargo, tal caracterización parece difícil de aplicar a Ramón.

Jaime, el religioso: es el representante del clero asesinado por los rojos. Este personaje en realidad no participa activamente en la dialéctica ante el “problema” de España. Más bien es el cordero inocente llevado al matadero, objeto de una de las escenas más bellas de la película.

Isabel: representa el sufrimiento de las familias durante la guerra, y la firmeza de estas familias ante este sufrimiento. Su marido, Luis Echeverría, tiene tentaciones de abandonar a los nacionales y volver a Bilbao junto a su mujer e hijos para evitar su sufrimiento. Es el temor ante el reproche de Isabel lo que evita su deserción. Luis representa esa falta de firmeza, la debilidad de inmolarse a sí mismo ante la muerte de España.

III

Vista, grosso modo, la dialéctica que se establece en Raza, hemos de concluir que poco importan las relaciones familiares de Franco. Quizá la experiencia de su hermano Franco sugirió el tema de Raza. O quizá no. Pero acudir a la vida de Ramón Franco para explicar la novela y la película Raza es algo totalmente ridículo. ¿Qué hacemos con los dos hermanos que sobran, Isabel y Jaime? ¿A qué proyecciones ideales pertenecen? ¿Y el otro hermano de Franco, Nicolás, qué papel “idealizado” juega en Raza? Nada, puesto que lo que interesa es la dialéctica que Franco dibujó en Raza y recogió José Luis Sáenz de Heredia.

De todos modos, el objetivo de Román Gubern no es desarrollar la tesis de la proyección ideal, sino otra cosa mucho más general entre nuestros intelectuales progres. No pretende aplicar una tesis psicológica de Adler. No nos engañemos. Tan sólo le mueve el odio y la vulgar burla, como se puede apreciar en diversas películas realizadas durante la “democracia coronada” sobre la figura de Franco. Artistas, “intelectuales” e historiadores de la progresía coinciden todos en la estrategia de retratar al dictador como cruel, vulgar, mediocre, feo, impotente, de baja estatura, voz ridícula, anti-estética papada y calvicie prematura. Con ello se rebaja y ridiculiza no ya a los pocos admiradores de Franco que puedan quedar, sino a los que ya previamente han colgado la etiquetilla de “herederos del franquismo”. Rebajando a Franco creen rebajar al PP.

En torno al concepto de «cine político»

La historia reciente de España es incomprensible sin la historia del cine en España, aunque sólo fuera porque el mismo conocimiento histórico no podría ser nunca inmediato: la historia no se hace de memoria, sino que se reconstruye, siempre mediata y hasta partidariamente (nadie, excepto Dios, podría conocer la «historia de todas las cosas») a partir de documentos y «reliquias». De tal modo que la historia política no parece ser nada independiente de la historia política del cine, así como de la historia del cine político en España.