Mi calle (1960, Edgar Neville) presenta una visión diacrónica de la vida española (desde el siglo XIX hasta la posguerra civil) pivotando alrededor de una calle de Madrid. Desde el principio Neville nos sitúa, en consecuencia, dentro de una escala micropolítica. El casticismo madrileño, de desfiles reales, pícaros, procesiones, chotis, organillos y muchachas casaderas sirve al realizador madrileño para proponer un análisis transversal de la vida española, a bastante distancia de los análisis macro-políticos. Desde «mi calle» los acontecimientos mundiales se contemplan desde una castiza lejanía («unos monarcas con bigote y otros con barba comenzaron a perderse el respeto», dice de la primera Gran Guerra). A la calle madrileña llegan únicamente los «débiles ecos del mundo»; un fragmento de ciudad algo utópico que recuerda, aunque a través de un prisma filosófico diferente, al idealismo comunitarista de Calabuch, de Berlanga.
El vecindazgo y las relaciones personales se sitúan por encima de las relaciones políticas, por encima de las distancias de clase. La amistad (de un paragüero republicano y de un marqués, pongamos por caso), o la familiaridad, por encima de la camaradería. La solidaridad entre clases por encima de la lucha. No se oculta, sin embargo, el elemento trágico; la miseria, el suicidio, la guerra y el fratricidio también están presenten. De un modo nada pacato, las costumbres españolas son tratadas con liberalidad; travestismo carnavalero, seducción y engaño sexual, llegada de la España faldicorta &c. Esto, a años luz del terrible «silencio» y «represión» que, en la visión de otros «intelectuales y artistas» estaba sumida la España de entonces.
Neville ironiza contra la politización de la vida, contra la rigidez de las ideologías: el loro republicando trinando el himno de riego, las obras completas de Sta. Teresa sustituyendo a las obras completas de Carlos Marx, un grupo de «conspiradores» de izquierdas tomando café con leche. La eficiencia prometida por las izquierdas es ridiculizada (ante unas obras en la calle, un republicano comenta: «con este régimen de dictadores hacen lo que quieren…»).
El advenimiento de la república recibe una justa crítica: «Y entre reclamaciones populares una república que al principio prometía ser generosa y eficaz pero que al poco tiempo comenzaba a tener mal cariz, pues se iban apoderando de ella los mismos elementos que habían sembrado la discordia»; «A los pocos años una conjunción anárquico-comunista había terminado con la posibilidad de una república burguesa que no quería hablar nada de democracia y libertades». Sin embargo, no hay espíritu de revancha y se reconoce, en medio de la desgracia nacional, la moralidad de los vencidos: «todos se batieron heroicamente».
Muy lejos de las visiones umbrías que de la vida española han ofrecido los realizadores de izquierdas, la «calle de Neville» resalta por su luz, optimismo, inteligencia y alegría. ¡Cuánta distancia entre la calle de Edgar Neville y la de Juan Antonio Bardem!
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