Siete días de enero es la película que Juan Antonio Bardem (dirección y guión) consagró a los hechos fatídicos ocurridos el 24 de enero de 1977, por los que resultaron asesinados varios abogados laboristas vinculados al Partido Comunista de España y a Comisiones Obreras. Al suceso se le conoció pronto mediatica y popularmente como la matanza de Atocha. Sin duda, el film es una buena muestra de cine político en el sentido más fuerte; en cuanto cine político partidario, concretamente en cuanto sirve a la lucha política del PCE (el propio Bardem declaró en 2002: «Hice la película porque consideré -y considero-que era mi deber como ciudadano, como cineasta y como comunista»).
Si la materia de la película es inseparable de la dialéctica política de la época, en cuanto a su forma, Bardem añade materiales documentales «reales» a los elaborados de modo ficticio, con lo que pretende proporcionar un mayor realismo a la cinta, una mayor potencia legitimadora y moral. Por ejemplo, incluyendo al final imágenes reales, documentales (no ficticias) procedentes del entierro de los asesinados.
La tesis política que desarrolla cinematográficamente el comunista Bardem coincide con la idea de la «estrategia de la tensión», al modo fascista. Según esto, los hechos de Atocha constituirían una «provocación» fascista destinada a desequilibrar a los grupos de lucha obrera, esencialmente pacíficos. Bardem convierte en realidad cinematográfica esta idea partidaria; los comunistas aparecen como luchadores por la libertad del porvenir, en cambio, los «fascistas» vinculados a una caduca burguesía franquista («la cruzada de liberación no ha terminado todavía»), al clero, a la policía y a la milicia, son retratados sin reparar en gastos retóricos. Se cuestiona incluso la estética, o la misma sexualidad de los «fascistas»; episodios por cierto nada desdeñables, ya que permiten reforzar la impresión de gran decadencia de la «extrema derecha» española. Esta «derecha fascista» actuaría movida por impulsos más etológicos que morales o auténticamente filosóficos, y ello frente al desprendimiento e idealismo de los militantes comunistas. Se subraya, paralelamente, el contraste entre la unidad idealista y el cooperativismo de los comunistas, y el caos de corrupción, desunión y desconfianza que reina entre los «fascistas». Otro elemento a considerar: mientras que los fascistas apelan a la defensa de España, los comunistas lo hacen a la solidaridad de clase, al progreso y la «libertad».
Por supuesto, el partidismo de Bardem tiende a remarcar lo que el recientemente fallecido Jean François Revel llamó la gran «mascarada» de la izquierda. La violencia de la izquierda, que existe accidentalmente, sólo puede ser una violencia legítima, puesto que se ejerce desde la idea de una moralidad superior: la lucha por la emancipación obrera, y de la misma «humanidad». Mientras que la violencia de la derecha, que existe necesesariamente, en virtud de su propia naturaleza, solo puede aparecer como una «provocación» o una especie de regurgitación del instinto animal, de la lucha por la ambición personal, de las bajas pasiones &c.
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